La
verdad es que no resulta fácil hablar con nuestros hijos adolescentes,
sin
embargo, eso no nos tiene que llevar a darnos por vencidos.
Están
en la edad que más necesitan hablar, aunque también es el momento vital
que
más les cuesta hacerlo con los padres. Por eso, seguramente seremos
nosotros
los que tendremos que esforzarnos más. Vale la pena que lo
intentemos
porque hay mucho en juego: nada más y nada menos que la
educación
de nuestros hijos.
Quizás,
tras haber evitado los errores más usuales en la comunicación con
nuestros
hijos adolescentes, deberíamos tener en cuenta que este diálogo
tiene
unos requisitos propios:
1.-
Crear el ambiente propicio y buscar el momento adecuado.
No
cuando los padres quieren, sino cuando ellos lo necesitan. No es fácil
estipular
un momento al día para hablar, porque quizá “tenga que contar
algo”
en el momento menos oportuno. En ese caso hay que dejarlo todo y
atenderle,
porque, aunque en ese preciso instante haya cosas muy
urgentes,
seguro que no hay nada más importante. Si se deja pasar la
ocasión,
porque “ahora no, que estoy ocupada” o “después me lo cuentas, que tengo
trabajo” habrá desaparecido para siempre. Por eso, es decisivo que sepan
que
cuentan siempre con sus padres, que estamos ahí y que lo estemos
realmente.
2.-
Serenidad y confianza.
Si
la primera vez que un hijo nos hace una confidencia “un poco fuerte”, nos
echamos
las manos a la cabeza, armamos un escándalo o lo castigamos
severamente,
probablemente sea la última vez que se sincera con nosotros. Como aquel chico
que, tras haber hablado con él, se decidió a decir a sus padres que el fin de
semana había fumado marihuana.
Cuando
su madre oyó que había fumado, comenzó a gritar de tal modo
que
se quedó sin saber qué había fumado su hijo. La confianza es una
virtud
recíproca, quien la otorga la recibe a su vez. No es una virtud que
se
adquiere, sino que se da: la condición de todo diálogo. Si no confiamos
en
nuestros hijos, si no les damos confianza, aunque nos resulte difícil e
incluso
nos parezca arriesgado, nos quedaremos sin saber lo que les pasa.
3.-
Aceptar sus formas.
No
podemos esperar que todo funcione como una balsa de aceite. La
serenidad
la tenemos que poner los adultos. Los hijos tendrán probablemente salidas de
tono, levantarán la voz o discutirán apasionadamente. Pretender una
conversación afable con un hijo o una hija adolescente es no entender su
registro. No nos debe afectar que nos dejen con la palabra en la boca o que
griten más de la cuenta. Tendemos a dar más importancia a la forma que al
contenido, de esa forma malgastamos las energías en discutir sobre formalidades
y perdemos una nueva ocasión para educar. Claro que también debemos educar en
las formas, pero no lo conseguiremos si las perdemos nosotros.
4.-
Dar razones de peso para ellos.
Mediante
el diálogo se razona. No se trata de entablar batallas dialécticas,
en
las que pierde el que menos grita y no gana nadie, sino de razonar y
hacer
razonar. Pero eso no se consigue a base de poner sobre la mesa
buenas
razones desde nuestro punto de vista, sino de presentarles razones
que
tengan peso para ellos. Puede que para un adolescente “estudiar para
llegar
a ser algo en la vida” no tenga tanto peso como “estudiar para poder
trabajar
en lo que le gusta”.
5.-
Establecer pactos.
El
“regateo” puede ser una forma de conversación que da mucho juego.
Aquí
hay que saber ceder en lo superficial, para “ganar” en lo esencial.
Quizá
merezca la pena cambiar un corte de pelo o ir a un concierto con amigos por un
domingo con la familia. La cuestión es que cuando se pacta, se produce
un
compromiso y el compromiso une.
6.-
Motivación dialogada.
Por
último, hay que aprovechar el diálogo para dar criterios a los hijos.
No
se trata de hacer de cada conversación un sermón o una reprimenda,
que
generalmente no sirve para nada, porque el hijo ya está sobre aviso.
Los
típicos sermones o broncas se parecen a esa tormenta que, como se ve
venir,
nos da tiempo a refugiarnos o a llevarnos el paraguas: te puedes
mojar
la primera vez, pero no las sucesivas. Siguiendo con el símil, las
conversaciones
con los hijos adolescentes no deberían ser tormentosas
sino
como un fino “calabobos” que no logra alarmarnos lo suficiente como
para
buscar un refugio o sacar el paraguas pero que acaba mojándonos.
Ese
“chirimiri” continuo permite que los padres podamos ir sembrando
valores
y criterios en nuestros hijos. Se trata en definitiva de estar siempre
dispuestos
al diálogo, no a echar sermones con motivo de las calificaciones trimestrales,
la ropa o la música que escuchan. En todo momento debemos procurar transmitir
optimismo.
Quizás
es lo que más necesitan en la etapa vital que están viviendo. Si somos unos
padres gruñones que sólo sabemos quejarnos por todo, que siempre
estamos
“rayando” con lo mismo, que somos incapaces de ver lo positivo
de
sus cosas, seguramente estaremos levantando sin querer un muro que
intercepta
toda comunicación.
Algunas
expresiones que usamos demasiado a menudo como: “Estoy harta
de
ti”, “eres incapaz de hacerlo”, “aprende de tu hermano”, “me matas a
disgustos”... no propician el diálogo, sino todo lo contrario. Mejor adoptar
una actitud optimista y decir cosas como: “Estoy seguro de que eres capaz de
hacerlo”, “estoy muy orgullosa de ti”, “noto que cada día eres mejor”,
“tú
lo lograrás”... Seguro que hablamos más con nuestros hijos porque
encuentran
en nosotros “unos padres con los que se puede hablar”.
Tomado
del libro “Es que soy adolescente...y nadie me comprende”
Autor: Pilar Guembe y
Carlos Goñi.
Editorial: Desclée
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